LAS PEQUEÑAS DEBILIDADES DE LOS EJECUTORES.
El verdugo, ser manchado con la sangre de sus semejantes, que hace pagar los suplicios que inflige, pero quien, según Joseph de Maistre “protege el edificio social que se derrumbaría sin él”, que es el “vínculo de la asociación humana” y la “piedra angular del Estado”, “una creación de la Providencia”, no deja por eso de ser un hombre. Y, como todos los hombres, ha sido víctima de sus debilidades, de sus fallas, de él mismo. Esta es una de las razones por las que algunos de ellos han hecho entrar su nombre en la historia de la pena capital, al lado de su víctima.El más vergonzoso: J. Billington.- Llevó a cabo en Londres, en 1923, una ejecución tan espantosa, se mostró tan torpe, que después intentó suicidarse.
El más envidiado: W. Marwood.- Cuando anunció su retiro, en 1883, el gobierno de su Majestad recibió 1,399 candidaturas a su sucesión, entre los que se contaban médicos, hombres de negocios e incluso eclesiásticos. El retiro en Francia de Desfourneaux sólo fue seguido por 418 firmas.
El más despabilado: H. C. Sanson.- Al salir de la cárcel, por deudas, en 1847, pidió dinero prestado dejando empeñada su guillotina. El ministro Herbert tuvo que pagar el préstamo de su verdugo para que éste pudiera proceder a una ejecución.
El más solemne: F. Van Kaufleurer.- Este verdugo alemán mandó grabar en todas sus hachas y espadas la frase Solo Deo Gloria.
El más contradictorio: J. Berry.- Acreditado con más de 200 ejecuciones, entre 1884 y 1892, era igualmente predicador. Su sermón preferido era un alegato para la supresión de la pena de muerte.
El más impresionable: J. Ellis.- En 1923, después de 204 ejecuciones, se retiró, demasiado obnubilado por los rostros hinchados de sus pacientes. Se hizo peluquero. Se suicidó en 1932.
El más colérico: J. Krantz.- Mató en Berlín a uno de sus ayudantes, que no había tomado en cuenta sus observaciones profesionales.
El más limpio: L. Deibler.- Se lavó las manos a todo lo largo de un día después de haber sido salpicado por un chorro de sangre de más de dos metros.
El más imprevisible: T. Hilbert.- Verdugo del estado de Nueva York, arrojó los electrodos en la cámara de la muerte unos cuantos minutos antes de una ejecución, se refugió en el sótano del establecimiento penitenciario y se voló la tapa de los sesos.
El más inventivo: J. Lang.- Verdugo oficial de la Majestad Imperial de Austria-Hungría, se volvió una celebridad mundial por haber inventado un procedimiento de estrangulación de una notable suavidad. En 1915, los norteamericanos le hicieron solicitudes de servicio que él rechazó, pues los “yankees martirizan a los animales”.
El más maniático: Hance.- Oficiaba en Brest. Había adoptado la costumbre de alinear las cabezas de sus pacientes, lado a lado, en un extremo del patíbulo. El 11 de diciembre de 1794, alineó 26, en un orden perfecto.
El más vulgar: Dutroucy.- Tenía la desagradable costumbre de insultar groseramente las cabezas que acababa de cortar. Interrumpió sus actividades en 1794.
El más parrandero: Desmaret.- Con frecuencia iban a buscarlo, unas horas antes de una ejecución, en algún tugurio en el que se emborrachaba en compañía de prostitutas. En 1843 hizo su última ejecución completamente ebrio. Al día siguiente, fue despedido por “ebriedad e inmoralidad”.
El más delicado: J. F. Heidenreich.- Nombrado en 1848, soportaba difícilmente su puesto. Después de cada ejecución, se acostaba. Se quedaba en cama varios días. Sin embargo, su platillo favorito eran los sesos con perejil. Lo pedía cada vez que iba a comer con un periodista.
El más contrito: Shelín.- En 1823, al verdugo sueco Shelín se le encargó decapitar a dos criminales, uno de los cuales era su propio hijo. El ministro de Justicia designó, entonces, a otro verdugo. Shelín se quejó entonces de que se le privara del salario que se le daba por cada decapitación.
El más grosero: Legros.- Se volvió célebre por haber abofeteado la cabeza cortada de Charlotte Corday.
El más precoz: N. Roch.- Se convirtió en ayudante de ejecutor al lado de su padre en 1824, a la edad de once años.
El más escrupuloso: H. Roch.- En 1952, recibió la “Medalla Roja del Trabajo”, por la manera en que había seccionado, en Argelia, en el transcurso de su carrera, 82 cabezas.
El más entusiasta: D. Lewis.- Siempre estaba muy excitado cuando oficiaba. En 1738, en Louisiana, llevado por la emoción, puso la soga en el cuello del capellán que acompañaba a dos condenados a muerte.
El más apresurado: J. Dunm.- Un día, en Londres, colgó antes de la hora estipulada a un condenado al que le llegó el perdón, cuando ya se balanceaba desde hacía un cuarto de hora en la soga. Se logró reanimar a la víctima, a la que se le puso el nombre de la “mitad colgada”.
El más inquieto: Capeluche.- Se volvió un fanático de la política. En 1418 subió también al cadalso y, muy inquieto, le pidió al sirviente que iba a oficiar en su persona que pasara el pulgar sobre el filo de la espada.
El más falto de tacto: Carrier.- En 1699, hizo esperar a su ajusticiada, Angélique Tiquet, durante más de media hora bajo la lluvia, pues no quería oficiar con tan mal tiempo.
El más talentoso: C. H. Sansón.- Sucedió en 1754 a su padre que acabó paralítico. Fue asistido por sus tíos y sus parientes durante más de dos años, antes de convertirse, a la edad de 17 años, en “Maitré de París”, con plena y entera responsabilidad de las ejecuciones.
El más desalentado: J. Ketch.- En 1685, después de haber dado tres golpes en la cabeza del
duque de Monmouth, sin lograr desprenderla, lanzó el hacha a lo lejos diciendo: “Me faltan ánimos”.
El más especulador: C. H. Sansón.- Vendía los cadáveres de los ajusticiados a los médicos para redondear los fines de mes, nos dice el autor de "los Cuadros de París".
El más imprevisible: A. Deibler.- Murió en la estación del metro Porte Saint Cloud, en París, cuando se dirigía a la estación de Montparnasse para tomar un tren a Rennes, donde lo esperaba el asesino Pilorge. Este último tuvo derecho a 24 horas de prórroga.
El más torpe: G. Sansón.- Segundo hijo de Charles Henri, el “pequeño Gabriel” se mató en 1792 al caer del patíbulo, cuando se aprestaba a recoger una cabeza para presentársela a la multitud.
El más rápido: C. H. Sansón.- Llenó de admiración a los parisinos al conseguir guillotinar a 12 condenados en 13 minutos.
El más xenófobo: A. Pierrepoint.- Declaró delante de la Real Comisión Británica, en 1953, que los extranjeros se conducían lamentablemente frente a la horca. Sólo los ingleses saben morir. Su juicio se basaba en “algunos cientos de ejecuciones”.
El más religioso: H. Worms.- En 1517, solicitó la intervención del Papa para obtener la autorización de comulgar en la iglesia, cosa que estaba prohibida a los verdugos.... la recibió, a condición de comulgar sólo dos veces al año.
El más desequilibrado: H. Séller.- Verdugo de Munich, murió loco en 1880, imaginándose que todo el mundo lo buscaba para decapitarlo.
El más embustero: M. J. Le Paistou.- Ella ofició como verdugo de la ciudad de Lyon durante dos años, después de haber sido contratada con un traje y un nombre masculinos, en 1744.
El más prudente: Dernley.- Para evitar posibles represalias, este verdugo inglés, Syd Dernley, primer adjunto de Albert Pierrepoint, el último ejecutor de Inglaterra, viajaba con diferentes pasaportes entregados con diferentes nombres.
El más nostálgico: F. Meysonnier.- Ex verdugo de Argel de 1948 a 1962, guillotinó a más de 200 condenados. Se hizo de una colección de más de 500 objetos relativos a los crímenes y a las penas criminales. Proyecta abrir el primer museo europeo con el tema de la “Pena y el castigo”.
El más especializado: F. Bott.- Este verdigo austriaco ahorcó en el transcurso de su carrera a 17 generales.
Tomado de MONESTIER, Martin: Penas de Muerte. Editorial Diana (todos los derechos reservados)
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